miércoles, 7 de septiembre de 2011

Capítulo nueve: La primera noche

 

Existen muchas voces que hablan a la hora de contarte, antes de que sea una experiencia propia, como son las noches dentro de la Escuela de Mecánica de la Armada. Todos sabemos sobre la última dictadura militar que tuvo lugar en este país entre los años 76 y 83 y cuál fue el papel de la E.S.M.A en dicha época. Desde entonces abundan cuentos sobre espíritus y ruidos raros que circulan en las noches alrededor del predio.

Podría contar la versión mística sobre mi primera experiencia nocturna en la E.S.M.A o bien desmitificarla y contar una versión con menos estuco, cosa que he decidido. Dejaré la mística para cuando cuente mi experiencia paranormal con Manu en 5to año.

Cuando terminó el recreo de 45 minutos que nos dieron después de comer aquel largo primer día nos hicieron formar para ir a dormir.

Todos estábamos contentos porque al fin íbamos a poder poner la cabeza en la almohada luego de uno de los días más largos y difíciles de nuestras vidas. Marchamos coordinados aunque apurados a dormir. Los pijamas eran horribles y duros por lo nuevo, pero a nadie pareció importarle. No podías reírte del de al lado porque a vos te quedaba igual de mal o peor.

Recuerdo que antes de acostarnos nos amenazaron con un alto número de flexiones de brazos si no entregábamos todos los elementos no autorizados y alimentos que teníamos escondidos producto de la visita de nuestros parientes esa tarde.

Como lo que les entregamos pareció poco botín, revisaron todas las taquillas hasta sacar realmente todo lo que no podía estar allí. Incluso nos quitaron, va, les quitaron (porque yo no tenía) libros de lectura personal. No estaba permitido tener absolutamente nada fuera del inventario. Fede Frigerio entregó sus dos libros: El señor de los anillos: Las dos torres y El retorno del rey de la misma colección. Al otro día y desde entonces, ese sería un tema recurrente de conversación entre Fede, Martín (el que no tenía nada de su talle, ya apodado Reclutincho) y yo.

Cuando tuvieron los Guardiamarinas en su posesión todas las golosinas sustraídas, hay que decir la verdad: las repartieron, cual Robin Hood, a todos en partes mas o menos iguales. De todas formas repartir un paquete de confites entre 80 vaguitos equivale mas o menos a tercio de confite a cada uno. Pero había que ser justos. Todos comimos esa ínfima porción como si fuera la última y finalmente había sobrado un poco de algo que no recuerdo y nos lo dieron a nosotros, los pocos que dormíamos del otro lado del camarote acotando que, como íbamos a entrar a 2do año nos correspondía comer esos sobrantes. Si bien no entendimos muy bien cual fue ese motivo por el cual nos dieron esas sobras, accedimos y comimos despreocupadamente.

Entonces sí, nos acostamos a dormir no sin antes hablar alto y muchísimo sobre todos los acontecimientos del día de una forma mas que excitada hasta que en un momento todos se callaron y me dejaron hablando solo cuando se acercó por mi espalda un oficial y me tocó el hombro destapado, cosa que me hizo correr un escalofrío de espanto por mi cuerpo. “Cállese y duerma, si hoy le pareció un día largo no sabe lo que le espera mañana” me dijo el oficial Gambirassi para mi sorpresa ya que esperaba hacer flexiones de brazos en lugar de recibir ir un concejo.

Entonces sí, sabiendo que había agotado mi suerte del día me dormí casi automáticamente sin importarme si había ruidos extraños de espíritus de personas que habían muerto dentro de ese predio años anteriores.

El caso es que dormí toda la noche, lo que me parecieron pocos segundos porque al instante se prendieron las luces y mediante un grito el oficial Medina Torre indicó levantarnos para comenzar nuestro segundo día de instrucción a las 6 de la mañana en punto.

Dormir un minuto ahí adentro era una eternidad pero dormir en las noches era un segundo. Un destello ínfimo de noches y ojos cerrados. Las noches eran una ilusión que, hoy por hoy, dudo que hayan existido aquellos años. Todas esas noches, por cuatro años, me acostaba, miraba por la ventana que siempre tuve al lado, miraba la luna y daba cuenta de en donde estaba y cuando, al instante mi mente se desvanecía y luego de escasos fragmentos de tiempo indivisibles, era de madrugada, eran las seis, estaban las luces prendidas y era escuchar un silbato o un “levantarse” que me llevaban inmediatamente a dos lugares: al piso, a hacer flexiones de brazos por no levantarnos instantáneamente como pretendían y a pensar en como había terminado esa profunda reflexión mirando el cielo por la ventana de ayer en este momento tan horrible que era la hora de diana de todos los días.

Nunca creí que fuera tan importante dormir como entonces. No por descansar el cuerpo, sino por la posibilidad de jugar, o soñar estar en otro lugar y en otro momento.

Yo quería vivir escapándome de ahí. Pero nunca tuve el coraje de escapar, en cambio me convertí en un estupendo soñador y sólo ahí, dentro de mí lo conseguía.

Como Borges.

martes, 23 de agosto de 2011

Anexo Capítulo ocho: Colonia

El abrir y cerrar de ojos de la península

se ha convertido en el lugar mas cerca

de mí, de nosotros, de Félix Luna.

En la joya olvidada del Río de la Plata.

santiago

Donde el color viejo converge

en los sueños fueron dos coronas

fundidas en un farol, de único adoquín

que doma a la bestia, con aromas de un color feliz.

santiago

Colonia es el secreto que se lleva el viento.

Es aprender a vivir sin miedo a que pase la vida.

Es aferrar los estribos, ser ornamenta. Perder el mapa.

Es el abrazo sentido de la mujer olvidada.


Capítulo ocho: La pared de Colonia



Para Fede



Debe haber sido invierno. Lo recuerdo así porque llevábamos todos los abrigos posibles incluyendo la mítica tricota (como una polera de lana bastante fea) y el gabán.


Como era un injerto, al igual que Andrés, Tomás para los amigos, Reclutincho y Manu, fuimos con la lacra de la lacra: Luis Galli, el Pochón Ciarla y algún otro convicto. Esta interesante conjunción de especimenes no hizo, como me gustaría haber recordado, el viaje mas divertido ni mucho menos.


Yo realicé toda la travesía por el Río de la Plata algo introspectivo. Nunca había ido a Uruguay, ni a Colonia ni, vale aclarar, navegado mas de veinte minutos en algún barquito que otro timoneaba. Acá éramos nosotros, 7, 8 o 9 cadetes y el profe que tampoco me caía muy bien. El velero era de los comúnes, medianos, no espere el pretencioso lector que recuerde la eslora o algo así. Tijuca se llamaba - me recuerda el marinero de Citybell el barco con el que hacíamos, toda la promoción, un viaje por mes por órden de mérito. Nosotros habíamos sido los últimos claro está.


La ida fue ideal. Hubo un sol hermosamente cálido y no se sintió viento en absoluto. Asi que de esto se trata navegar…no esta nada mal – pensé para mis adentros todo el viaje mientras comía unos lomitos al pan que largaba Ciarla. Zarpamos temprano un día de semana y llegamos al atardecer de ese mismo día.


Colonia es soñado.


Lo sé por un viaje posterior, no por ese ya que no recuerdo casi nada en lo absoluto. De lo que recuerdo, nada vale la pena, por lo tanto apuntaré dos o tres cosas que redondeen la idea que quisiera transmitir de este viaje hacia fuera del país y hacia dentro de uno mismo.


Llegámos, amarramos y salimos a dar una vuelta en búsqueda de una casa de cambio y quizás, recorrer un poco.


En alguna parte de ese casco histórico de Colonia, donde supieron edificar primero los Portugueses y luego los Españoles, dando lugar a un interesantísimo barrio de la conjunción arquitectónica que sorprende a la vista y reconforta los sentidos y el alma –no exagero-, había una pared de piedra. Si fuiste, sabés que hay muchas paredes de piedra. Pero hubo una.


El profesor inocentemente dijo que todos los cadetes en sus respectivos viajes habían subido la imponente pared y era algo así como un reto para todos nosotros.


Cuando termino la frase yo ya iba por la mitad del alto muro. Y claro, habiendo venido del interior yo había traído las únicas cualidades que mi educación me habían permitido: me comía las eses, era confianzudo y sabía trepar árboles como un mono.


Así es que, prácticamente con una mano, batí todos los récords de escala de muros de toda la promoción. Hecho que, debido a su escasa importancia, nadie debe recordar o siquiera haber conocido pero que es para mí, reconfortante. Aunque no entregaron estrellas ni rosetas por ello.


Luego de la tremenda peripecia cambiamos unos pesos en una casa de cambio e hicimos las compras para un asado. Sin vino.


El ortodoxo dirá, con razón, que sin vino no hay asado que valga: ¿Carne con gaseosa? O peor aún, ¿Carne con agua? Así las cosas, debo haber disfrutado ese asado como pocos en mi vida; no olvidar el contexto donde metía un pedazo de carne a mi boca: El Liceo.


En el Liceo no se comen asados.


Luego dormimos y al otro día temprano emprendimos una fatigada y ventosa vuelta a la ESMA.






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Colonia, Agosto de 2011
Extractos de apuntes de viaje


Todo lo que está en mi pensamiento es esa pared.

Vuelvo a Colonia 9 años después de aquella proeza y, aunque mi novia que es mi acompañante no lo sepa, solo puedo pensar en esa pared y en cómo voy a hacer para volver a subirla para demostrarme a mí mismo que sigo siendo la misma persona.

Nada era como lo recordaba. El casco histórico de Colonia es un lugar apacible, lleno de amistosos turistas pero cómodo y lejos de desbordarse de gente. Los días son soleados y, aunque nos toque bastante frío, el sol nos amaina la travesía.

Dicen que con un día está bien para recorrerlo todo. Yo saqué cuatro.

Todos los restaurantes me gustan pero sólo podré sentarme, como mucho en 3 o 4 de ellos, por costos y cantidad de días. -No se puede cenar más de una vez por día maestro-. Se entra por un puente al mejor estilo “Castillo de película” rodeado por una pared de piedra que amaga con ser lo que estoy buscando. Me equivoco, esa empalizada ya desgastada dista de tener la altura que recuerdo y además, tiene escaleras a los costados y pequeñas laderas de tierra y piedras que hacen casi imposible encontrar un lugar por donde escalar. Todo está lleno de faroles muy pintorescos y de calles de adoquín que me recuerdan a mi Pringles, donde esas calles aún abundan.

Subimos al faro y aprovecho para observar desde la altura todo el barrio y las construcciones en un día soleado y despejado sin viento: la vista es perfecta.

Bajamos a la breve costa y caminamos el barrio desde allí: Ni noticias de la pared. Flor se inquieta por los lugares que le hago transitar y no la culpo, ella no sabe lo que estoy buscando y tampoco tiene mucho sentido que se lo comente. Dista mucho esta peripecia de playmóvil de una película de Indiana Jones.

El mate, y la recurrencia al lugar por varios días hace que nos movamos como peces en el agua, naturalmente. Ya no somos los turistas ahí. Ya no nos ofrecen cosas raras ni nos piden que colaboremos para cosas, como decirlo, incolaborables.

Por el extremo Este del barrio, sobre el muelle, encuentro lo que me parece ser aquél lugar donde hicimos el asado de aquella vez: un salón medio pelo pintado de blanco, vidriado con vista al río, con una parrilla a un extremo y cortado al medio con una mesa larga y delgada, como las de los grandes quinchos. Ahí fue – le comenté a mi novia quien no pareció inquietarse demasiado. Y es verdad. No vas por la vida contando donde comiste y donde no porque seríamos todos insoportables y yo ya de por sí lo soy (y lo estoy contando igualmente).

Este encuentro casual aviva mi búsqueda. Subo y bajo las rocas que lindan con la costa, recorro todo el muelle esperanzado, miro a mis alrededores y nada.

El día se acaba.

Preguntar no habría tenido gracia.

El último día de mi viaje termina y, viendo ese atardecer uruguayo que mis compañeros conocen bien, decido que mi búsqueda ha terminado sin éxito.



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Hoy, en frío, pienso en aquella pared y en la proeza de casi diez años atrás. Subir una pared, una meta corta, uno de los grandes logros de mi vida. Subirla y subirla primero. Haber sido el más rápido. Haber sido alguna vez mejor que alguien. Haber sido el mejor. Son pequeños pensamientos que vuelven a mi mente y la reconfortan hoy, como hace tanto tiempo atrás.

Quizás esa pared nunca existió. Quizás esa pared estaba dentro de mí y, volver a los lugares frecuentados haga de cada uno de nosotros personas más reflexivas respecto del pasado y así, personas mas ajustadas al presente, conscientes del camino recorrido. Se trata de subir paredes constantemente –o derribarlas para los adeptos a Roger Waters-. Transgredirse a uno mismo. Superarse. Crecer. El viaje, asímismo, también son dos, el de la ruta y el introspectivo, hacia uno mismo.
La pared fuí siempre yo y olvidadíso de que ya la había subido, quise subirla otra vez. Pero ya no tenía nada que demostrarme que no me hubiera demostrado antes.

Volviendo a lo del premio por haber subido más rápido, Darío me regaló en más de una oportunidad alguna condecoración que tuvo bien merecida.

Como yo.


martes, 26 de julio de 2011

Capítulo siete: Los recuerdos mas inverosímiles

 

-Los momentos aislados no recuerdan toda la historia.

-No estoy de acuerdo.

 

Dormí en cinco camas distintas durante mi estadía en el Liceo. En el reclutamiento dormí en un apartado con mis compañeros con los que entraba a segundo año. En la parte opuesta del camarote donde estarían los que entraban a primero, separados por la fila de taquillas. Ya en el año lectivo dormía con mis nuevos compañeros ordenados por matrículas (Con Fede y Pino) en el mismo camarote pero reajustado para muchas personas. En tercero me mudaron al piso de arriba, del mismo lado de taquillas. En cuarto dormía en casi la misma cama que en segundo, en el piso de abajo y en quinto, exactamente en la misma cama que en cuarto, pero del otro lado del camarote.

Lo curioso es que siempre tenía una vista directa a una ventana y así, podía ver siempre el cielo antes de dormir. Juraría también, que todas, absolutamente todas las noches de aquellos años pude ver la luna antes de cerrar los ojos. Siempre estaba ahí. Era como si durmiera debajo de su reflejo plateado que me resultaba tan familiar…

…No sé que año era, para ambientarme en tiempo y espacio diré que estábamos viendo como mas o menos un estreno una de James Bond: Die another day. Era curioso, porque en un campamento no se ven películas. Bueno, en este sí. Éramos pendejos y teníamos un campamento en Rustiko, una pileta a la que íbamos todas las tardes. Éramos chicos pero no tanto: ya no llevábamos carpa sino algunas botellas de algo para incursionar en eso de las bebidas alcohólicas: Algún vino, Gancia

Veíamos esa peli…Yo ya la había visto así que me fui a dar vueltas, a ver quién dormía y quién no y terminé tomando una copa con Paqui y Yoyo.

No sé que era, pero estaba inquieto. Ni la película ni la bebida podía parar a las hormigas que sentía me caminaban por dentro de todo el cuerpo. Me entretuve un rato viendo a Naza borracho actuando uno de sus personajes mas famosos: Marta. Y se entusiasmó tanto con la aprobación del público (y las copas que llevaba encima) que decidió caminar en alguna dirección hasta llegar a China. Si, a China. Empezó a caminar y todos se lo festejamos creyendo que era imposible que no volviese luego de caminar 200 metros pero no fue así. Desapareció de la vista. De todas formas no nos preocupamos, cada uno volvió a lo suyo y yo me encontré con Gimena.

Gimena es una de mis amigas íntimas. Nos conocemos desde muy chicos y tenemos mucha confianza. No digo que sea fea, sino todo lo contrario. Pero somos amigos. Nos sentamos en un cantero y empezamos a charlar. Imaginemos el lugar: Un ámplio pastizal oscuro lleno de plantas y personas alrededor pero en la lejanía. Un cielo estrellado, una luna brillante un varoncito y una nenita.

No. No hicimos nada.

O sí.

Charlamos mucho. Muchísimo. No recuerdo de que y estoy seguro de que ella ni siquiera recuerda el momento. Lo que sucedió al final de esa conversación fue que terminamos sintiendo lo nítida, fuerte y verdadera que era nuestra amistad o la relación que fuere (viste como pensás a los 14 o 15 años).

Para sellar ese momento tan especial -repito, ella no debe recordarlo- Elegimos una estrella como nuestra.

Borges siempre dijo que se arrepentía por no haberse aprendido el nombre de las estrellas y de las constelaciones. Yo no sabía ni quién era Borges –hasta que me lo dijo Andrés- pero sentí eso en ese momento: Saber que esa estrella que señalamos con nuestros dedos representa algo tan importante para nosotros y tiene un nombre que desconocemos. Era una fácil de ubicar, como para que tuviera sentido al menos por el mes que durara en nuestra volátil memoria de adolescentes. Vimos las Tres Marías y notamos que la que estaba mas arriba señalaba casi directamente una estrella un poco alejada que parecía ser la más brillante del firmamento. Ésa fue la que elegimos.

Nunca volvimos a tocar el asunto.

Una de esas noches de luna del Liceo (que pudo ser cualquiera) lo recordé.

Había estado oculto en mi memoria por muchísimo tiempo pero lo había recordado. Freud se haría un banquete intelectual con esto- pensé mientras me reía por dentro. Y debe de haber vuelto a mi mente gracias a las inútiles clases de navegación que teníamos por aquellos días. Aprendíamos cosas del cielo, de marcadores de rumbos magnéticos, del viento, de fregar los pisos y de las estrellas. Había algunos libros a los que tenía acceso en donde podía averiguar el nombre de mi estrella. estrella. Nuestra estrella. Me juré recordar esto y me entregue al sueño.

Al otro día me levanté de buen humor y algo impaciente. Obvié como era costumbre el Mate cocudo y comí solo uno de los dos alfajores La Nirva que me dieron pensando en llegar al aula y terminar con este asunto.

Éramos pocos los que entramos al aula esa mañana temprano. Y todos, como siempre no querían hablar sino dormir antes de la hora de formación así que no iba a tener impedimentos ni molestias. Seríamos solo el librito rojo tapa dura y yo.

Entré. Me senté en mi silla de siempre. Corroboré que siguiera mi flamante rótulo 123 y abrí mi cajonada (así se llama lo que en Pringles es a secas un banco).

Ordenadamente quité el libro rojo de la ordenada pila. Estaba debajo del todo porque jamás lo había usado y nunca lo usaría tan útilmente como ese día. Lo miré: Sólo vos y yo. Lo abrí y empecé a ojearlo buscando el mapa de las estrellas o algo así.

No recuerdo como era la hoja que me lo dijo: Sirio se llamaba La estrella.

De haber existido en ese momento un teléfono celular como el que tengo ahora a mi lado hubiera, instintivamente escrito un mensaje a Gime contándole la novedad aunque ella no hubiera entendido qué carajo significaba este estúpido mensaje a las siete menos cuarto de la mañana.

Supongo que los celulares, hoy por hoy, de alguna forma sirven para ayudar a obedecer los impulsos. Te podés comunicar con quién querés cuando querés, prácticamente. Yo hubiera dado lo que fuere por explicarle lo que había recordado pero no pude hacerlo. Sonreí. Guardé el libro y me dormí sobre la tapa de mi cajonada como era de costumbre.

Al despertar, diez profundos segundos después con un charco de baba chorreando, el impulso había desaparecido. No me importo entonces y recién ahora, cuando lo recuerdo otra vez y lo empiezo a escribir pienso que tal vez ella si lo recuerde. Que tal vez le alegre enterarse de donde llevo nuestro recuerdo aunque agarrado de una sola mano.

Durante toda mi estadía en el Liceo tuve siempre vista a la luna a través de la ventana. Y ya juré que, según mis recuerdos, tenía acceso ocular a la luna todas las noches que pasé ahí. En todas las noches en las que miraba atento a la luna recordaba nuestra estrella, Sirio, y a mi Gime. Pero ella nunca lo supo ni creo que llegue hasta esta adelantada página de este aburrido escrito, así que pienso que nunca lo sabrá a menos que una misteriosa y brillante luna le recuerde, alguna noche solitaria, a aquel campamento cuando éramos chicos y a nuestra estrella.

Deberíamos obedecer los impulsos.

El Liceo hace que uno se aferre a los recuerdos y a las cosas más inverosímiles. Apuesto plata a que mis compañeros me darían la razón.

Aclaración necesaria: La mañana después de la noche de campamento, cuando todos nos disponíamos finalmente a dormir bajo los rayos del sol volvió Nazareno, Marta, gritando a los cuatro vientos que había llegado a China y había vuelto porque no le favorecía el cambio de moneda.

Capítulo seis: Mamá, Papá: El Liceo

 

Ya con el flamante uniforme de diario puesto y todo organizado en nuestras taquillas (según indicaba un papel que mostraba como ordenar cada cosa en el lugar apropiado para fomentar el orden y la prolijidad) el reloj dictó las doce y veinte: hora de almorzar.

Salimos del camarote y por primera vez sentí que era otra persona. Que ya no era ajeno o extraño a la monstruosa estructura que se erigía a mí alrededor. Ya formaba parte se eso. El asunto ya había comenzado y ya estaba muy metido en el. No había vuelta atrás. No mires atrás- me dije.

Pero había que almorzar. Nos hicieron formar una torpe fila a los gritos en orden de mayor a menor y sin perder el temor a la bravura del oficial caminamos en silencio pero rápidamente al comedor: un edificio situado a unos 50 metros del camarote.

Ese corto trayecto proyectaba en el lado derecho otro edificio de camarotes exactamente igual al nuestro que era ocupado por los aspirantes a suboficiales y en el lado izquierdo por el Casino de oficiales, un misterioso lugar que no estaba, como yo sospechaba, repleto de ruletas ni mesas de blackjack sino de cosas que se me revelarían mas adelante con el tiempo.

Entramos al comedor y ya estaban nuestras compañeras haciendo una fila para comer. Nos indicaron tomar una bandeja de color azul a un lado de la fila, poner un plato sobre ella y al pasar por el mostrador nos sirvieron una milanesa con no recuerdo qué como almuerzo. Nada mal –pensé.

Yo era uno de los últimos en haberme servido así que tuve problemas para encontrar una ubicación pero no entiendo que es lo que pretendía, de todas formas no conocía a nadie, cualquier lugar sería incómodo. Lo único importante era no sentarme una mesa que tuviera un oficial en la cabecera. Me senté yo mismo en una cabecera y no recuerdo más de ese almuerzo además de terminar, dejar la bandeja en un lugar destinado para ello a un lado de la barra de servicios y formar nuevamente afuera del edificio.

Formar, todo se hace previo formar para ello.

Tengo pocos y difusos recuerdos sobre el reclutamiento y me es imposible ordenarlos de una forma lógica o justa. Estoy limitado de antemano a contar las cosas según me las dicte la memoria, o me mienta el subconsciente.

El caso es que esa tarde (habrá sido seguramente) nos enseñaron algunas cosas básicas como la posición de firmes: espalda erguida, mentón en alto, las manos pegadas a los lados del pantalón con el dedo mayor sobre la costura en forma plana, los pies tocándose los tacos y las puntas alejadas a 45 grados, hombros para atrás. Por supuesto fue difícil lograr la postura adecuada pero con el tiempo todos la naturalizamos y se volvió algo común, hasta una posición cómoda para el cuerpo (sobre todo en las interminables ceremonias que estaban por venir).

Esa tarde era la primera visita de nuestras familias, por ende nos prepararon y acomodaron para tal efecto.

Lo más importante fue la revisión del corte de pelo. Había que ir con el pelo corto a uno. Yo me corte el pelo corto pero nada de exageraciones, asíque fuí uno de los primeros en tener que ir a la peluquería local (en un edificio que quedaba en diagonal al comedor) para que me destruyeran mi hermosa cabellera con un corte por demás prominente. (que luego repetiría en incontables ocasiones por la módica suma de dos pesos…imaginate el corte…)

Fui uno de los más afectados por el corte de pelo y eso saltó a la vista instantáneamente cuando mis padres y mis hermanos se reunieron conmigo aquella tarde en la plaza de armas (a.k.a., el patio donde se forma, rodeado de bancos para sentarse cuando te lo permiten). Alrededor se podían ver numerosas familias cada una de ellas sumergida en su pequeño mundo personal ocupado en el centro por un cadetito, al igual que mi familia y yo. Dimos unas vueltas mientras les mostraba lo poco que conocía del predio: el camarote, mi cama, mi taquilla, los zapatos de idiota, el comedor. Les conté el asunto de los monos. No mucho más.

Hasta entonces siempre había tenido la tranquilidad de no estar solo porque esperaba a mis padres. Pero cuando se fueron todo retomo su curso: formar, callarse, estar quietos, no tocarse. Cada vez que alguno movía un dedo nos pegaban unos gritos que se escuchaban hasta la cancha de River.

Nos enseñaron a ejecutar. ¿Qué es esto? Es un castigo físico y corporal pero también psicológico con el que se castiga la falta de marcialidad o apego a las normas militares. Hablás, ejecutás. Te movés en formación, ejecutás. Te vestís mal, ejecutás. Ejecutás, ejecutás.

Manos a la nuca, medio- nos decían para ponernos las manos en la nuca y arrodillarnos hasta tocarnos el culo con los tacos de los zapatos. Había que quedarse en esa posición hasta que el oficial gritaba arriba. Subíamos y volvía a decir medio, y así sucesivamente hasta que entendías que no había que volver a hacer eso que habías hecho mal por lo que estabas pagando con ejecuciones.

La otra forma era la clásica cuerpo a tierra: Te tirabas de jeta al piso -literalmente- y decían arriba y abajo para indicarte cuando tocar el piso con la pera sin apoyar el cuerpo o tener los brazos estirados y la espalda erguida. Con el mismo fin, destruir tu moralidad y hacerte transpirar y ensuciar las flamantes aunque horribles camisas nuevas.

Después estaban Las Paraguayas: eran como las flexiones de brazos pero de otro país. En lugar de subir y bajar tenías que aplaudir sin dejar que tu cuerpo caiga al piso. Un lindo ejercicio sobretodo para hacerlo 50 veces antes de comer así llegabas con las manos todas sucias y que decirte de la transpiración de las camisas, algo muy higiénico. Además, con los brazos acalambrados e inexpertos en esto de ejecutar, era difícil a veces llegar con el tenedor a la boca por el calambre. Eso lo contaré y graficaré mas tarde, con un cuento de El Guampa.

Capítulo cinco: Gracias hacen los monos

 

…123...

De todos los números de tres cifras a mi me había tocado 123. El más lógico de todos. El más fácil de recordar. Un punto de ventaja para mí- pensé.

Los que me rodeaban tenían las matrículas 124, 137, 169, 141…Lo mío era perfecto.

Todas nuestras cosas tenían nuestro número. Era como un cofre en el sentido más abstracto: Algo que contenía todas nuestras preciadas, preciadísimas, posesiones. Entonces fue difícil pensar que seríamos un número durante tantos años eternos. Un apellido y un número. No conozco un límite peor.

Miré alrededor y los vi a todos concentrados en su botín apilado sobre cada cama rotulada con respectivos números…123…

Había de todo…Unas camisas blancas manga corta, dos pantalones de vestir azules, un par de zapatos absolutamente desagradables solo comparables con las igual de desagradables Event blancas, una camperita finita ¿para la lluvia?, dos pares de medias azules y otros dos blancos…un pantalón corto del mismo azul (bien, bien militar) varias remeras blancas, algunas con el logo del Liceo en el lado del corazón, y una gorrita (para usar afuera- pensé) y un cinturón. Había varias pavadas más pero quisiera detenerme en el cinturón.

En Pringles, hay varios egresados del Liceo. Pepe Bisotti es Pringlense y vive a una cuadra de mi casa. El conoce a mis hermanos mayores pero yo lo conocí apenas

-creo que recuerdo- hace no tanto, cerrando Fuel, un bar de Pringles, en un temprano en 2008.

Okey, fue una charla de borrachos y de repente se que me enteré que era egresado del Liceo. Anécdota mía, anécdota de él, se nos hicieron las mil intercambiándolas. Pero no porque mil horas fueran suficientes, sino porque mil horas son suficientes para que el dueño del bar esté entre echarnos, denunciarnos o cobrarnos.

Nos fuimos haciendo eses esas dos cuadras que había que caminar, ya de día y al llegar a la puerta de su casa Pepe sacó las llaves de su bolsillo y me mostró el cinturón de su pantalón: El cinturón del Liceo, el mismo que estaba sobre la cama aquel día del inicio de mi reclutamiento. Me dijo que desde que salió del Liceo lo había llevado siempre. Siempre. Todos los días de su vida. Todas las veces que el pantalón llevase precintos ahí estuvo y estaría. Toda la vida- me juró. Naturalmente le creí.

De esa noche en adelante me crucé con mi Camada (así me llamó desde entonces) un millón de oportunidades y en todas, antes de saludarlo le levantaba la camisa o lo que fuere y chequeaba que ahí estuviese el susodicho cinto con el escudo de La Armada en un dorado gastado. Y siempre ha estado ahí. ¿Qué intenso sentimiento puede llevar alguien adentro como para mantener esa intachable conducta durante tantos años? ¿Un colegio puede hacer eso? ¿Es que existen sentimientos para esa clase de cosas?

Naturalmente.

Cuántos recuerdos deben relacionar a ese cinturón con el pasado de Pepe, no lo sé, pero sé, veo, y entiendo que deben ser muchos e intensos. Mis compañeros no me dejarían mentir.

Pero volvamos al reclutamiento: El Guardiamarina Medina Torre gritaba como una histérica órdenes de ponernos, sacarnos, probarnos y cambiar a otros talles nuestras cosas para corroborar que todo calce. A mí me entro todo bien, por suerte, porque estaba aterrado de tener que hablar con esos tipos, pero al pibe de al lado mío, el 137, no le entraba nada. Y cada vez que avisaba que otra prenda le quedaba chica, grande, o no la tenía ponía más furioso al GU. Finalmente le sacaron todo y arrancaron de nuevo con él una vez concluida la maniobra con todos los demás.

Después de… ¿Cuánto?, ¿dos horas? Terminamos con lo que sería el uniforme diario: Camisa manga corta blanca, pantalón de vestir y medias azules, los zapatos de imbécil, el cinturón -modelo Pepe Bisotti- y la gorrita (que siempre debía ir puesta en lugares descubiertos…sin techo, va).

Nos dijeron que existía algo llamado colación y que consistía en un breve alimento a media mañana, entre el desayuno y el almuerzo. Y era justamente en ese momento. Nos hicieron formar una fila, ¡en silencio!- gritaba ya sabés quién, y nos dieron una lata de gaseosa (por única vez en cuatro años) y un alfajor.

Ahí vendría mi primer escalofrío en serio:

Delante de mí en la fila venía el 124, (Federico Frigerio rezaba su rótulo) y cuando le dieron lo suyo dijo lo que cualquiera hubiera dicho: Gracias.

¡Gracias hacen los monos!- le contestó absurdamente, pero en un tono muy alto e intimidante, el bravo oficial.

Yo, piolón, retiré todo calladito la boca. No soy un mono

Capítulo cuatro: Pringles-Tres Arroyos

 

Martes 12 de enero de 2010.

Mi madre y mi abuela tienen cita con el oculista en Tres Arroyos. Yo, de vacaciones, me ofrezco a llevarlas y traerlas. Por pasear.

Tres Arroyos queda a no más de 120 Km. de Pringles en un camino totalmente recto y poco transitado: el viaje de ida saca solo la conversación.

Pongo el Unplugged de Clapton en la radio. A eso del quinto tema bajo el volumen, junto coraje, y por vez primera le digo a mi mamá que estoy escribiendo un libro. Uno de memorias. Sobre el Liceo y mis recuerdos sobre esos años.

Mis primeros días en el Liceo, y casi hasta todo mi primer año son muy difusos. Ni hablar de los trámites de ingreso y todos esos momentos previos. Entonces la entrevisto y hago que me cuente todo lo que recuerde de esos días.

Parafraseándola, en primera persona:

Los trámites de ingreso los hice mientras terminaba con las materias del 8vo año de La Escuela Agrotécnica. Y era el 8vo año y no Primer Año como en el Liceo porque en la provincia habían tomado el estúpido plan del Polimodal. Algo que en el momento no pude comprender y siempre me dijeron pero que con el tiempo pude asimilar. Era una reforma estúpida, me dice mi mamá quien trabaja en docencia y de bibliotecaria desde muy joven, que lo único que ha hecho es bajar el nivel de la educación en los colegios del interior de la Provincia de Buenos Aires en comparación con los estudios de la Capital. Pero no solo es un nivel menor, es un nivel nefasto. Caradura si se quiere. Mi mamá, Alicia se llama (todos lo saben), dio cuenta y quiso que yo tuviera más oportunidades. Que no me estancara, que aprendiera algo. Y esa fue el principal hecho que la movió a mandar la carta y creer el folleto.

Cuando tuve mis primeras entrevistas y contactos con el Liceo fue mediante el imponente Director y los exámenes médicos, en Diciembre de 2001.

Antes de entrar a la reunión en la que el Director me diría qué tantas materias tendría que rendir libres y en equivalencia para poder estar a la altura de mis futuros compañeros, fue cuando los vi. Estaba en el patio cubierto esperando ansioso mi llamado cuando una fila de personitas vestidas al unísono y estúpidamente coordinadas en movimientos pasó por delante de mí trotando y, sin romper la perfecta fila que llevaban, me miraron, disimuladamente pero sin esconder el interés. Como si yo fuera un dinosaurio vivo, Marlon Brando, no se, o algo más exótico aún. El caso es que me sentí íntimamente intimidado. Y desvestido. No, desnudo. Así me sentí. Por suerte esa fila pasó rapidísimo y la sensación también (solo pude recordar un rostro y al tiempo lo conocería, Yasmín se llamaba).

La extraña sensación de ser ajeno a todo se termino cuando me reuní con, como olvidar su nombre, Hugo Jorge Santillán, Capitán de navío de infantería de marina. El Director. El me recibió, a mi madre y a mi, cordial como siempre y en su pintoresca e interesante oficina repleta de recuerdos del orden militar nos sentamos.

Bien, tendría que preparar para rendir algunos temas de biología e informática y preparar toda una materia de arte y otra de música, aprobarlas en un examen oral frente a él y al profesor para luego poder ingresar a 2do año (el primero era el equivalente a mi 8vo año lo que sería repetir un año corrido, no convenía).

Pero eso no era todo. Antes que todo tenía que aprobar un examen escrito de lengua y matemáticas para el cual estudié como nunca en mi vida lo había hecho.

El día del escrito estaba en la sala de espera cuando veo a un chico salir de la oficina del director. Estaba sólo. Reconocí su valentía. Nos pusimos a Charlar. Andrés Tomás se llamaba. Tomás era el apellido me aclaró. Y me contó que estaba haciendo el ingreso al igual que yo y que ya había aprobado el escrito y salía de dar algún oral. Hablamos un rato y antes de irse me dijo que si me llegaban a preguntar algo sobre un tal Borges, que ponga que era un escritor del siglo XX, argentino.

Ya lo sé- mentí.

Un oficial, Rodríguez (bravo y fiero me lo habían descripto) me llamó y escoltó, escaleras arriba, a la biblioteca. Entré y me senté en cualquier lugar. Daba lo mismo, estaba solo. Mi mamá estaba afuera llorando y repleta de pensamientos del tipo “¿en dónde meti a mi hijo?”, “¿… si lo busco y me voy a la mierda y asunto solucionado?” o “Espero que no sangre”.

Mientras completaba los dos exámenes, de matemáticas y lengua, el oficial daba vueltas alrededor mío y cada tanto miraba mi hoja sin disimulo y hasta me hizo algunos leves gestos, (no vas tan mal) ¡Cómo si fuera tan capo!. Cuando llegué a la primera pregunta de Lengua, dicho y hecho: Ubique al escritor Jorge Luis Borges en tiempo y espacio:

Jorge Luis Borges es fue un escritor argentino, que vivió en el siglo XX.

Gracias loco- pensé. Y eso no sería todo.

Cuando salí mi madre estaba ya mejor, y al rato me confesó que mi cara estaba mucho menos blanca y confiada que como la tenía antes de rendir. Que nos fuéramos y que a la tarde nos llamarían con los resultados.

Llegamos al departamento donde vivían mis hermanos en Güemes 3738 4to. C, esquina Salguero y decidimos, los dos ir al cine, a despejarnos. Fuimos a ver, como olvidarlo, Harry Potter y la piedra filosofal. Quizá por esas 2 horas que me dio de tranquilidad y baja tensión es que recuerdo con tanto cariño a esa película. He leído todos los libros y visto todas las películas de la saga en gratitud por ese tiempo en el que desapareció la piel de gallina de mis brazos.

A la vuelta tenía un mensaje en el contestador. Levantó el tuvo mi vieja.

¿Tan rápido?, pensé.

Aprobaste.

Para rendir las equivalencias el método era tener una reunión instructiva y luego, en febrero del año siguiente rendir. Yo no podía hacer eso porque todavía tenía que terminar con las materias del colegio en Pringles. No podía perder el tiempo. Mi madre negoció con el Capitán de Navío que pudiera rendir sin la reunión previa. Ella se haría responsable de que yo estudiara y estuviera a la altura.

Como es bibliotecaria, no tuvo problemas en encontrar todos los libros que necesitaría para todas las materias en la biblioteca donde antes había transpirado el doble examen escrito.

Preparaba cada examen con ella. No sabía estudiar solo y no tenía tiempo todavía para aprender a hacerlo. Tenía que ser práctico. Tenía que aprobar todas.

Era uno por día: Estudiaba ayer para rendir hoy, y hoy para rendir mañana. Rendí todas al hilo en la misma semana. Me sentía para el Nobel.. Antes de rendir la última, lo recuerdo: Estaba sentado en el sillón frente a la puerta del director que estaba cerrada. A un lado sobre otro escritorio estaba el secretario, el Mayor Arias, un gran hombre que siempre me ayudo a pasar los días y algunos trámites mas sencillamente.

Es como si lo viera. Se abrió la puerta y salió Andrés Tomás con cara de haber hecho algo bueno.

-¿Y cómo te fue?

-Bien por suerte, ya entré.

-Felicitaciones (dije, no poco envidioso)

- Mirá, aprobé de pedo (puso una sonrisa que luego sería ya característica de él, dejando entrever un colmillo que tenía salido, el izquierdo superior). A lo último el director me preguntó (no recuerdo cual fue la pregunta)…y no la sabía. Si te preguntan eso, la respuesta es: la vejiga natatoria.

-¿Eh? ¿Me estas jodiendo que toman el universo?

- Nono, de biología. Acordate: La vejiga natatoria…

-De Medio, pase por favor- interrumpió el director.

-La vejiga natatoria…Dios, ¿Qué es eso…?

Volví a entrar pálido. Como todos los días.

 

El examen fue normal pero nada destacado. Que carajo, me transpiraban las bolas. Estaba sobre el abismo, lo sabía.

Y en eso el director lo dijo:

-Disculpe profesor, lo interrumpo. De Medio, dígame…(y me hizo la misma pregunta que a mi predecesor).

-La vejiga natatoria claro está.

-Bien, espere afuera.

santiago de medio

Volví a respirar. A los dos minutos me enteré que ya estaba adentro.

Quisiera hablar a favor de Andrés por un momento. Fue la situación más noble que había visto hasta entonces. El loco había hecho todo solo. Igual que yo, había tenido que dar escritos y orales enfermizos pero lo había hecho solo. Y era de Tigre, no es que venía de Harvard. Yo sé lo que le costó porque se lo que me costó a mí. Pero yo la tuve todo el tiempo a mi mamá al lado. Una santa. Él no. Él lo había hecho solo y contra viento y marea lo había conseguido. Esto va a estar peludo- pensé.

 

Cuando terminamos de conversar con mi vieja, el Unplugged de Clapton ya había empezado otra vez y estábamos llegando a Tres Arroyos. Como broche a la conversación, mi mamá me recordó un hermoso detalle:

Cuando fuí a la biblioteca a buscarte unos libros para el examen que dabas al otro día, mientras estabas rindiendo fui a la biblioteca. Ahí estaban dos chicos: Santiago y Agustín. Me contaron que tenían que hacer una bibliografía sobre la Fragata Sarmiento pero que no encontraban nada. Me puse a buscar en los libros y les encontré todo lo que necesitaban. Les conté de vos y ellos escucharon atentos. Después busqué lo tuyo y me despedí de tus futuros compañeros.

Quién diría. Santiago es alguien a quien guardo profundo.

Ese tal Agustín hoy es un hermano.

 

-Bueno eso es lo que me acuerdo sobre tu ingreso. ¿Qué pensás hacer?

- Van a ser unas memorias en voz alta mamá. Los escritores jóvenes como yo tenemos muchas dificultades para la escritura meticulosa y demasiado ordenada.

-Vas a poner los valores que te han inculcado…

-No. No voy a escribir sobre los valores, voy a escribir sobre el deterioro.